viernes, 12 de junio de 2009

NACIONALIZACIÓN DE LA POBREZA

NACIONALIZACIÓN DE LA POBREZA
Vuelve uno al pueblo en el que nació o vuelve uno a Bolivia, después de algunos años, y en el que caso de las mujeres –las más de las veces-, tras haber fregado trastes y waters, limpiado traseros de ancianos o cuidado guaguas –mientras los suyos quedaban al vaivén de la caridad familiar-; y los hombres, esos odiseos contemporáneos, en busca del sueño europeo o el americano, no sólo las pasan (ron) las de Caín, errabundos en un mundo de millones de parias que exhalan estos tiempos líquidos de movilidad intercontinental. Por si fuera poco esa brutal experiencia, me dijo un amigo recién llegado de Italia, “uno se encuentra con un país entregado, no a la lucha democrática, no a la aventura del futuro o la llama del presente”, sino a la más pura y obstinada nostalgia por un pasado que quedó sepultado hace mas de 500 años, ese que se desplomó en la plaza de Cajamarca, sin pena ni gloria –a más de las ruinas que quedan en pie– en manos de un puñado de españolitos aventureros y sedientos de oro.
Esos nostálgicos son nada menos y nada más, la “guapa gente de izquierdas”, sátrapas en el orden de la mentira, sino cómo se explica la invención de eso del señorío aymara, indígena, para maquillar el verdadero rostro de la pobreza; los señoritos de izquierdas, se han sacudido la vergüenza y otras cosas, ante la “gula que produce el poder”; han enarbolado a Evo Morales como el nuevo Wiracocha de pasarela, de museo, pretendiendo que el mundo entero le aclame igual si fuera el redentor de la humanidad, o una pieza arqueológica; cuando no es más que el símbolo de un dontancretismo (perfecto cretino) nacional, en tiempos de dengue; los izquierdistas nos quieren hacer ver a Evo Morales, como todo un ejemplo de cómo habría que parar, el hambre, la exclusión, la corrupción, prebendalismo y otros males sociales.
La realidad y la cotidianidad, terminan siempre desbaratando cualquier construcción discursiva; acaso, la gente sencilla, humilde, esa de tierra adentro, esa de la que nadie se acuerda, sino sólo en tiempos de pandemia electoral, esa que lleva la tripa seca, apretada, para que el hambre no duela tanto, ¿no se debate en la absoluta miseria?; el estado de las cosas no ha cambiado a pesar del paso de los días y años, la sombra, el viento, el otoño, el dolor, la soledad, porque los izquierdistas de traje y corbata, de chaqueta de lana de Alpaca, Vicuña o Llama y zapatos de cuero de chancho, no cesan de saquear al Estado –lo mismo hicieron sus antecesores neoliberales, hoy, perseguidos y convertidos en apátridas– y sienten como engordan sus bolsillos, convencidos de que “hablar por y de los pobres” –de esos que el calambre les hace retorcer el estómago y esquivan, milagrosamente, la cornada de la muerte para no caer fulminados por la embestida del hambre– había sido un negocio tan rentable como el capitalismo salvaje de las trasnacionales.
Resulta insólito, para el que vive dentro del país como para el que llega de fuera, encontrarse con su comunidad, su pueblo o su ciudad y su Bolivia, viviendo al ritmo de la música de protesta de los sesenta, aletargadas retahílas sobre la liberación; algunos llegamos hasta el hastío con la hipocresía de las canciones de Piero, Facundo Cabral, Mercedes Sosa, León Geco, Silvio Rodríguez, Kilapayum, Benjo Cruz y otros; cómo no causarle a uno estupor, cuando los nuevos óligos de izquierdas, endiosan al guerrillero muerto en Ñancahuzú, bajo el fuego de un humilde soldadito boliviano, que a punta de tiro le hizo morder el polvo de su osadía, a ese extravagante argentino-cubano, elevado casi al rango de deidad; a ese soldado, obligado a servir a la Patria, debieran hacerle por lo menos una estatua de sal, por su defensa de la soberanía nacional.
Aseguran algunos entendidos que Evo Morales es una personalidad influyente y tan famoso como el Cóndor que adorna el Escudo Nacional; su influencia no es más que un mito del subdesarrollo, delfín de un cuartomundismo boliviano y raído; al país entero le hace falta resuello, fondo, porque todos hacemos una faena corta, en la oficina, en el colegio, en el amor, en la vida, porque no se vive una vida verdadera, sino que vivimos una imitación espectral de la vida, importada de Carácas y la Habana, hecha de gestos, bonos, alusiones, actos fallidos, desmantelamientos institucionales. Basta salir a la calle o navegar en un atiborrado microbús, para darse cuenta de qué modo todos le hacemos la jugada corta, la zancadilla, el compromiso pobre y temeroso en un país lleno de miedo, escasez, dolor y vendetas. Dios quiera, y no los achachilas o ilusos de ayer, que no se nos quede la inercia del presente por mucho tiempo.

Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo
Profesor de derechos humanos

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