viernes, 30 de septiembre de 2011

ROBERTO ARLT

ROBERTO ARLT

Roberto Arlt en 1928 declaró que se sentía vivir en un mundo del que había desaparecido la piedad y donde la pena del escritor se traducía en violencia equivalente a la de tirar bombas o instalar prostíbulos. Por esas y muchas razones, la narrativa de Arlt, es una literatura en todo el sentido de la palabra porteña e universal. El vanguardismo arltiano del autor del Juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, constituye la voz dolorosa y perpleja de la expresión migrante en la Argentina, pero, al mismo tiempo, es la expresión transgresora de lo académico en la narrativa argentina hasta ese momento catalizada en Don Segundo Sombra de Güiraldes. En el momento de su aparición (1926) ambas visiones generaron senderos que se bifurcan: Güiraldes en su novelística es la exposición más acabada del nacionalismo y academicismo, por su lado, Arlt, es el estilo progresista, desordenado, que sale de esa postura güiraldiana y en cierto modo transgresora de los cánones establecidos.

Arlt, crea personajes exasperados que traducen sus propios odios y protestas, frente a una sociedad, como la bonaerense, que gradualmente se va despojando de valores humanos como la piedad o la solidaridad. No es gratuito en ese sentido que el narrador-personaje de El jorabadito diga: “Es terrible… sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoletto me vea con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante”. Mucho menos es al azar, la frase con que refiere a Rigoletto como el “repugnante corcovado que jamás habría sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre”; Arlt, hace de sus personajes la consecuencia fatídica de una sociedad cada vez más sombría y que se desmorona en la desvinculación social camino inevitable hacia un individualismo aberrante.

Ya desde su primera obra, El juguete rabioso, y en sus trabajos mayores Los siete locos y Los lanzallamas, Roberto Arlt, contrariamente a la prosa académica que se esfuerza por construir un nacionalismo definido, va entreverando la anécdota, el chiste, la ironía y, por momentos, el costumbrismo. Así Rigoletto, no es sino la concentración más acabada de la ironía arltiana: “-¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? (…) ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir?”. Esta manera de escribir y de ironizar la sociedad desvinculada, no sólo abría nuevas posibilidades a la narrativa de la primera mitad del siglo XX en el río de la Plata, sino que además, contraponía al academicismo la transgresión como una posibilidad de expresión literaria capaz de develar los sórdidos escondrijos de una sociedad corroída y envilecida por el individualismo materialista, que además se esforzaba por esconder la escoria social fraguada en su seno. Cuando Arlt, en su peregrinaje, al igual que el personaje de El juguete rabioso, no sabe lo que iba a ser, lee el primer capítulo al maestro Güiraldes, pide que la esposa de éste último no esté presente, porque algunos pasajes y expresiones podrían herir la sensibilidad femenina de la dama, sabía que su voz literaria era la voz de la calle y la cotidianidad, hasta ese momento tan ajena para el naturalismo o el realismo descriptivo. Y es por esa razón, que la literatura de Arlt, encontrará un enorme eco en el público y no quedarse sencillamente en un pequeño círculo de iniciados. Pero, también, sin caer en el nacionalismo de Güiraldes, Arlt hace de su narrativa un gran diario nacional íntimo sobre el Buenos Aires, que fruto de una constante ola migratoria es cada vez más ajeno para sus habitantes. En los personajes de Arlt, una galería de retratos, en los que aparecen el rufián, el irónico, el desalmado, como Endorsain, Rufián o Ergueta en Los Siete locos, o Silvio Drodman Astier, un juguete rabioso que se descompone y se arma por la fuerza de los fracasos, o la señora X del El jorobadito –construida en la atmósfera kafkiana– son la expresión más honda y extensa de una sociedad escindida por la impiedad.

En cuentos como Un error judicial, El jorobadito, Pequeños propietarios, subyace de manera poderosa, la visión de un Arlt, que mira su país con ojos descalabrados, en la que lo salvaje, la crudeza, lo exasperante son el fruto del aturdimiento. “Los dos propietarios se odiaban con rencor tramposo”. “Tal sentimiento había madurado al calor de oscuras ignominias, y la teñía de colores distintos de desemejanza de desgracia que deseaban”. Si Roberto Arlt, como sostiene Anderson Imbert, escribía mal y componía mal, el incansable hábito del creador llegó echar por tierra todas esas falencias de recursos presente en sus trabajos. Para Arlt, una sociedad que pierde el vínculo, sea esta por la falta de piedad, la conmiseración, la solidaridad, la libertad, está condenada al fracaso y el resquebrajamiento social.

Iván Castro Aruzamen

Teólogo y filósofo

viernes, 23 de septiembre de 2011

HORACIO QUIROGA

HORACIO QUIROGA

Horacio Quiroga, tras su paso inicial por el decadentismo francés y las neurosis y estridencias del modernismo, heredó el espíritu trepidante del estilo policial de Edgar Alan Poe y de autores como D.H. Lawrence, Maupassant, H. G. Wells o Heminwey. Quiroga extremó en su prosa la exaltación de lo fantástico. Los cuentos de terror, de este maestro uruguayo, aparecen embalsamados por la tragedia y la muerte –experiencia, además, que lo acompañó al autor de Cuentos de la selva, desde su infancia hasta su suicidio en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires–.

La prosa fantástica de Horacio Quiroga, exhala a cada instante lo misterioso e irracional, y que fue dentro de su postura estética, una respuesta al positivismo materialista y científico tan en boga a principios del siglo XX. Si bien el modernismo buscó una evasión ante esta realidad cientista, por medio del exotismo, Quiroga, intentó seguir el exotismo modernista pero de forma inversa. El exotismo de Quiroga es interior. Inicia un descenso hacia la interioridad humana, para contarnos cómo se esconden y se camuflan los estados psicológicos hasta llegar a niveles patológicos. Esta indagación de la interioridad subjetiva, no es sino la notable influencia de Poe y Dostoievski. Pero, además, la obra de este uruguayo desterrado voluntario en las entrañas de la selva en Misiones, constituye una muestra clara de cómo la experiencia vital es transformada en una postura estética. Para Quiroga el quietismo y la mirada inactiva del escritor frente a la realidad no tiene sentido, por eso, advierte que, antes que el arte está la vida. En ese sentido asume la postura del escritor en el papel de héroe de la acción, como Heminwey o Henry Miller. Toda la vida de Horacio Quiroga no es sino una respuesta estética. No es gratuito en esa dirección el primer postulado de su decálogo del perfecto cuentista: “Cree en el maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo”.

Quiroga es un escritor que se apropia del entorno y lo hace expresándolo en toda su intensidad y dramatismo: “El Paraná corre allí en el fondo de un inmenso hoyo, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río […] El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte” (A la deriva). “La noche había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llena­ba el aire solitario. […] La luna ocre en su menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape”. (Los inmigrantes)

Sin duda que la objetividad y el realismo, son dos elementos centrales de la cuentística quiroguiana. Pero, también, lo que hacen al estilo y talante propio de un narrador que supo llevar con cautela sobre su pluma la transición del modernismo hacia el regionalismo. Esta objetividad y realismo tan propios en el estilo de Quiroga son parte inescindible de sus personajes y la naturaleza. Así en La gallina degollada dice: “El patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos”. Esta objetividad y realismo presente en la mayoría de sus cuentos, se manifiesta una veces desde el interior de los personajes, como en La insolación: “Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo volvió la cabeza a su patrón y confrontó. -¡La Muerte, la Muerte!- aulló”; o en El Hombre muerto: “Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...”. En La gallina degollada, es el narrador quien evoca un realismo impecable: “Corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada, y lanzó un grito de horror”. Este estilo alcanzado por Quiroga, en sus cuentos de efecto como gustaba de llamar a sus creaciones, rehuyó siempre los circunloquios y las formas oscuras que tienden a demorar la acción; su estilo se nutría del lenguaje directo, sin remilgos de ninguna índole: “Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro”.

La cuentística de Horacio Quiroga es la expresión incuestionable del americanismo, que luego alcanzará expresiones importantes en novelas como Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, La vorágine de José Eustasio Rivera y en Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Es asimismo, en este regionalismo presente en Quiroga cómo hunde sus raíces el americanismo. Quiroga fue un extraño, voluntariamente distante a los venenos de la gran urbe; por su lenguaje preciso, directo, objetivo y fantástico, se abrió la selva a la narrativa latinoamericana. En pocos trazos hacia que lo inconmensurable de la selva saltará a la vista del lector: “Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte”. Enfermo de tragedia y de muerte y de desgracia humana, sintió la necesidad de hablar de ellas con la más refinada objetividad y sencillez. En sus Cuentos de amor, de locura y de muerte o los Cuentos de la selva –leía yo a mi hijo cada noche antes de dormir en versiones aumentadas y corregidas– hay un hombre, la voz de un hombre, la vida de un hombre, que sufre los embates de lo trágico y contingente del acontecer humano, muchas veces teñido por la desgracia, pero que, alza su voz henchida de pasión, de ansias de anhelo y, sobre todo, un sediento de verdad que sabe que nuestro destino ante la tragedia no es callar sino exaltar la abundancia de la vida, porque la esperanza no es del ser humano, como dice Cortázar, sino de la vida.

Iván Castro Aruzamen

Teólogo y filósofo