viernes, 22 de octubre de 2010

EL COLUMNISTA

EL COLUMNISTA

André Bretón, solía decir que jamás corregía las erratas de imprenta, porque eran sagradas y contenían el azar objetivo. El columnista, igual, está ahí, aquí mismo, petrificado en su columna, y presto a reconocer sus errores. No está demás decir, que el columnista –eso dicen que soy– reúne sus propios gusanos léxicos, tipográficos, sus miserias, sus miedos, sus demonios, frustraciones, como el santo subido en su pedestal; y es que no hay mortal ajeno a estas pasiones humanas. Otro gran francés, Anatole France, recordaba, que en tiempos muy lejanos, “los desiertos estaban llenos de anacoretas”. El columnista es un anacoreta, que montado en su columna, clama y reparte sus gusanos, en medio del desierto nacional, tan lleno de falsos profetas, que, también esparcen sus gusanos, sobre los grandes héroes muertos de la Historia de este país.
Al columnista independiente, no le interesa si el periódico es de izquierdas o derechas y lo que escribe no responde a ideología alguna, porque no recibe un céntimo por lo que escribe; pero, además, entiendo que un hombre está más allá de las facciones o ideologías. He hecho artículos, no para injuriar ni calumniar a nadie. Más bien he intentado ser un kafkeano, pues, lo único que me impulsa a escribir, además de mis gusanos, ha sido sufrir el mundo y sus consecuencias, no para criticar, ni sobre ni contra nadie. Para eso está ahí el poder político, para hacer sufrir a la gente. Por lo menos, a mi no me importa que me llamen masón, majadero, escoria, resentido, neoliberal, fascista, republicano, autonomista, laico, hasta engendro de Centauro con oveja o lo que sea; eso sí, no puedo ser racista, con un abuelo campesino, una abuela de pollera, chura mujer, y haber aprendido a leer y escribir a la luz de la vela y la parafina.
Soy un columnista, que de vez en cuando lleva a comer sus gusanos a La Cancha, al Río Rocha, a Villa Pagador, al campo –porque nací en el campo y me crié entre forraje, caballos, asnos, ovejas y el huracanado viento del Sur; además, usé hojotas hasta el bachillerato–.
Desde esta mi columna de prensa, en la que nadie me alcanza un quinto; desde lo alto de este mi monopolio tipográfico, donde a veces me rasco la cabeza y me hurgo la nariz y contemplo el país como un campesino más y desde la que no expreso la línea ni intereses de nadie, entre la especulación y la explotación, un plebeyo como soy –mi abuelo fue esclavo en la Fábrica de Alcohol SAGIG hasta antes del 52–, quiero dejar constancia de mis disculpas para quienes mis ficciones literarias hirieron su sensibilidad. Es que la literatura es el único espacio real de libertad.

Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo

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