PRÓLOGO
“Me quieren decir chapaco, pero no me dicen”. Esta
anécdota rescatada por el autor del libro Dicharachero
Culpineño, expresa claramente el profundo dilema que ha sopesado el
culpinense (culpineño); por un lado, geopolíticamente enmarcado dentro del
territorio chuquisaqueño guarda una extraña relación con la capital, pero, por
otro, se ha sentido tan cercano a la cultura y habla chapacas. Sin embargo,
esto no ha impedido que vivamos festivamente rompiendo las fronteras
geográficas y culturales.
Pero, de lo que no cabe duda alguna es que, hemos venido
construyendo nuestro ser desde la
humedad y el olor de la tierra; sí, somos un pueblo de agricultores, de hombres
y mujeres ligados a la labranza; la revolución del 52 –inconclusa o
fraudulenta– les entregó a nuestros abuelos la tierra para que la trabajaran.
Por esa razón, la lengua, la oralidad, la fantasía inundó nuestro imaginario
cultural ¿Acaso no hemos escuchado a nuestros ancianos contar historias de sus
andanzas en versiones aumentadas y revisadas, una y otra vez? Ahí, se fraguó el
chiste, la anécdota, y, sobre todo, la ironía culpinense, siempre recurrente al
sobrenombre (apodo), al doble sentido, a la jocosidad y verbalidad ocurrente y
espontánea.
Paya (Luis Alberto Guevara) fiel a su vocación primera, el
periodismo, incubado desde su adolescencia, inquieto y creativo, recurre en
este su trabajo a la memoria, a la tradición, a la palabra en última instancia,
para adentrarse en la lengua natural de la pampa y el pampeño. Esa astucia
culpinense es muy bien retratada por uno de los personajes emblemáticos (Edwin
Sánchez, Khaitillo, Indio Facundo y recientemente conocido como Zorro) de las anécdotas, en una cueca de su autoría:
“El viento cruza a galope rumbo a mi amada, para decirle que la amo como a una
diosa”. Así, Luis Alberto, asume que el lenguaje constituye un medio
privilegiado de la expresión de la cultura e identidad culpineña. Éstas surgen
imponentes en los modismos, las anécdotas y los chistes recogidos por nuestro
autor. En muchas regiones de nuestro país, el español, fue quechuanizado y/o
aymarizado, no ocurrió lo mismo en nuestra imponente pampa, aquí el quechua ha
sido castellanizado (Khalatau, Lakhau, Kharuda… etc.). Asimismo, el culpineño,
vive desde su nacimiento en un constante nomadismo, entre la provincia y la
ciudad; por esa razón, no son gratuitas las historias y anécdotas contadas en Culpineño dicharachero, estén situadas
en Sucre, Tarija y Potosí.
¿Qué nos hace a los culpineños ser tan creativos y
espontáneos a la hora de comunicarnos? Y es que para mitigar el paso del
tiempo, nos acostumbramos a contar anécdotas, porque el ritmo de la brisa
primaveral, otoñal y el largo invierno de polvo de la pampa, así nos lo exige.
La ironía ha sido y es una forma de salir del entuerto para el culpineño, como
aquel adolescente a quien su madre le reclamaba sus constantes aplazos en la
materia de matemáticas; éste de la manera más lógica justificó su bajo
rendimiento: “Es que la profesora me enseña cosas que yo no sé, cómo quieres
que apruebe la materia, mamá. Es culpa de la profesora por ensenarme cosas que
no entiendo”.
Muchas de las historias recopiladas y contadas por Luis
Alberto Guevara (Paya), quienes las lean, sean protagonistas o no de las mismas,
al recordarlas se las vuelve a escribir, porque el lector reescribe la historia
al momento de leer; y, por tanto, como solía decir el gran novelista francés,
Marcel Proust, quizá es la única manera de “recuperar el tiempo perdido”,
vivido, que se nos escapa como el agua entre los dedos. Recuperar esas
anécdotas y la historia, para quienes el exilio
voluntario nos ha llevado fuera del pago, al igual que el autor del libro,
la lectura de esos hechos ocurridos en algún lugar del tiempo vivido, nos hace
volver y volver y volver hasta esos instantes en que nuestra inocencia era
inofensiva. Y para los que se quedaron a cuidar de nuestros muertos, será otra
vez, reescribir aquello que somos y no otra cosa: lenguaje e historia.
En este libro de Paya, periodista y paisano, están las
anécdotas, los chistes, las ocurrencias, la ironía, los modismos, más conocidos
o de dominio general de los culpineños; seguramente muchas no aparecen en el
libro, pero están ahí, en el imaginario listas para reescritas y/o contadas, como
esa de los cazadores de palomas: “Hubo un cazador furtivo que disparó tantas
veces a una inofensiva paloma con la intención de cegar su vida, cuando cayó en
la cuenta, la punta del rifle estaba prácticamente rosándole el trasero a la
plumífera ¿Y por qué no alzó el vuelo ante el estrépito, la desdichada paloma?
–Es que la paloma era sorda, contó el Barbolín (Omar Zambrana), testigo del
hecho”. Y es que el cazador, Flojo (Fernando Velasco), gozaba de tan mala fama
en la puntería, que lo de la paloma era la única forma de explicar que alguna
vez casó una paloma.
Que los changos de la Culpina de hoy y mañana, ojalá
nunca olviden contar chistes, anécdotas, ocurrencias, en suma, recurrir a la
ironía que es parte de nuestra forma de ser y que ha sido nuestra forma de
enfrentarnos a la vida, el mundo, la soledad, el amor, la tristeza, y en último
término, todas nuestras pasiones humanas. Deben seguir escribiendo con el
lenguaje de la acción y la oralidad, cómo pescar, cazar, derribar abejas, y
escuchar todas las tardes el canto del viento; de modo que la acción y la
oralidad, no deje de ser un juego lúdico con la naturaleza. Y para que el Culpineño dicharachero, rescatado por
Luis Alberto Guevara, siga cantándole a la vida desde su más profundo ser.
Iván Castro Aruzamen
Cochabamba, invierno de 2013
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