viernes, 23 de septiembre de 2011

HORACIO QUIROGA

HORACIO QUIROGA

Horacio Quiroga, tras su paso inicial por el decadentismo francés y las neurosis y estridencias del modernismo, heredó el espíritu trepidante del estilo policial de Edgar Alan Poe y de autores como D.H. Lawrence, Maupassant, H. G. Wells o Heminwey. Quiroga extremó en su prosa la exaltación de lo fantástico. Los cuentos de terror, de este maestro uruguayo, aparecen embalsamados por la tragedia y la muerte –experiencia, además, que lo acompañó al autor de Cuentos de la selva, desde su infancia hasta su suicidio en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires–.

La prosa fantástica de Horacio Quiroga, exhala a cada instante lo misterioso e irracional, y que fue dentro de su postura estética, una respuesta al positivismo materialista y científico tan en boga a principios del siglo XX. Si bien el modernismo buscó una evasión ante esta realidad cientista, por medio del exotismo, Quiroga, intentó seguir el exotismo modernista pero de forma inversa. El exotismo de Quiroga es interior. Inicia un descenso hacia la interioridad humana, para contarnos cómo se esconden y se camuflan los estados psicológicos hasta llegar a niveles patológicos. Esta indagación de la interioridad subjetiva, no es sino la notable influencia de Poe y Dostoievski. Pero, además, la obra de este uruguayo desterrado voluntario en las entrañas de la selva en Misiones, constituye una muestra clara de cómo la experiencia vital es transformada en una postura estética. Para Quiroga el quietismo y la mirada inactiva del escritor frente a la realidad no tiene sentido, por eso, advierte que, antes que el arte está la vida. En ese sentido asume la postura del escritor en el papel de héroe de la acción, como Heminwey o Henry Miller. Toda la vida de Horacio Quiroga no es sino una respuesta estética. No es gratuito en esa dirección el primer postulado de su decálogo del perfecto cuentista: “Cree en el maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo”.

Quiroga es un escritor que se apropia del entorno y lo hace expresándolo en toda su intensidad y dramatismo: “El Paraná corre allí en el fondo de un inmenso hoyo, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río […] El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte” (A la deriva). “La noche había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llena­ba el aire solitario. […] La luna ocre en su menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape”. (Los inmigrantes)

Sin duda que la objetividad y el realismo, son dos elementos centrales de la cuentística quiroguiana. Pero, también, lo que hacen al estilo y talante propio de un narrador que supo llevar con cautela sobre su pluma la transición del modernismo hacia el regionalismo. Esta objetividad y realismo tan propios en el estilo de Quiroga son parte inescindible de sus personajes y la naturaleza. Así en La gallina degollada dice: “El patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos”. Esta objetividad y realismo presente en la mayoría de sus cuentos, se manifiesta una veces desde el interior de los personajes, como en La insolación: “Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo volvió la cabeza a su patrón y confrontó. -¡La Muerte, la Muerte!- aulló”; o en El Hombre muerto: “Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...”. En La gallina degollada, es el narrador quien evoca un realismo impecable: “Corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada, y lanzó un grito de horror”. Este estilo alcanzado por Quiroga, en sus cuentos de efecto como gustaba de llamar a sus creaciones, rehuyó siempre los circunloquios y las formas oscuras que tienden a demorar la acción; su estilo se nutría del lenguaje directo, sin remilgos de ninguna índole: “Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro”.

La cuentística de Horacio Quiroga es la expresión incuestionable del americanismo, que luego alcanzará expresiones importantes en novelas como Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, La vorágine de José Eustasio Rivera y en Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Es asimismo, en este regionalismo presente en Quiroga cómo hunde sus raíces el americanismo. Quiroga fue un extraño, voluntariamente distante a los venenos de la gran urbe; por su lenguaje preciso, directo, objetivo y fantástico, se abrió la selva a la narrativa latinoamericana. En pocos trazos hacia que lo inconmensurable de la selva saltará a la vista del lector: “Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte”. Enfermo de tragedia y de muerte y de desgracia humana, sintió la necesidad de hablar de ellas con la más refinada objetividad y sencillez. En sus Cuentos de amor, de locura y de muerte o los Cuentos de la selva –leía yo a mi hijo cada noche antes de dormir en versiones aumentadas y corregidas– hay un hombre, la voz de un hombre, la vida de un hombre, que sufre los embates de lo trágico y contingente del acontecer humano, muchas veces teñido por la desgracia, pero que, alza su voz henchida de pasión, de ansias de anhelo y, sobre todo, un sediento de verdad que sabe que nuestro destino ante la tragedia no es callar sino exaltar la abundancia de la vida, porque la esperanza no es del ser humano, como dice Cortázar, sino de la vida.

Iván Castro Aruzamen

Teólogo y filósofo

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