LOS PRÍNCIPES REVOLUCIONARIOS
Un sangriento y
mezquino sentimiento ha corroído nuestra historia como República, Nación,
Pueblo y, finalmente, Estado: la violenta
concepción de que aquellos que estaban antes destruyeron al país; por
tanto, la convicción de que hay que reconstruirlo, construirlo y/o hacerlo de
nuevo, invade los sentidos de hombres y mujeres en el curso de nuestra historia.
En todos los momentos dramáticos que vivió el país, la sensación ha sido
siempre la misma, tanto para liberales, conservadores, retrógrados,
vanguardistas, revolucionarios o quienes sean: el nacimiento de otro país de entre las cenizas del antiguo. Pero
cada nacimiento o fin de, según unos u otros, ha sido cuando menos un repetirse
a sí mismo, igual que el entierro y desentierro del pepino paceño carnavalero
de cada año.
Después de octubre
negro, que poco a poco va borrándose de la memoria política, el país vivió un
momento crucial: ¿ese momento era el fin
o el nacimiento? Muchos bolivianos creían que comenzaba una oportunidad
única para un país nuevo, una nueva sociedad, un nuevo Estado. Para saberlo,
hoy, necesitamos ir al fondo de las cosas; y allá nos encontramos con que la
ignorancia había sido el terreno más fértil para el cáncer que degrada una
sociedad e impopulariza un gobierno: la
corrupción. Y que no había sido tanto el choque de intereses materiales, el
obstáculo fundamental en el movimiento histórico a instaurar, sino eso, la
manera más fácil de hacerse con el dinero del pueblo, a través del Estado haciendo
uso del poder. Por eso, si las revoluciones, no tienen la vocación y la
voluntad de reforma social, política y moral, es inminente su derrumbe.
Incluso, cuando el cáncer se ha instalado en la médula del Estado, la crítica
del poder desde el poder no es más puro teatro.
El pensamiento
crítico, ante esta realidad, no le queda otro camino, que desenmascarar la
misión de la revolución y sus consejeros y sus príncipes revolucionarios; pues,
ni la revolución ni sus consejeros logran que los príncipes escuchen el clamor
del pueblo, sencillamente, porque están sordos o no quieren oír, como todos los
príncipes revolucionarios en la historia; ante esta enfermedad que acaba
asfixiando a gobiernos progresistas, se hace incurable cuando a ésta se unen la
burocracia estatal y la corruptela; y si el régimen es intransigente, el mismo
país corre el riesgo de perder el futuro, hasta la incipiente identidad que se
quiere ir construyendo.
Los príncipes
revolucionarios debido a su inflexible postura totalitaria, están conduciendo
al país al fracaso histórico en tres direcciones: no se ha instaurado un régimen democrático; tampoco se ha
logrado realizar una razonable prosperidad
y dignidad de los ciudadanos, sobre todo, con los campesinos y obreros; y
hasta ahora, no se avizora por ningún lado, la nación moderna, dueña de sus recursos, reconciliada con su historia
y decidida a enfrentarse con su futuro.
Entre los logros
más sobresalientes de la revolución en nuestro país están: no se logró liquidar
totalmente ni el latifundio ni las oligarquías; es notable la dictadura
personal del caudillo. Y es que los príncipes revolucionarios, no saben crear una
nueva agricultura, ni explotar ni administrar bien los recursos naturales, en
fin, la política nacionalista de los príncipes, no es capaz de romper las
cadenas que sujetan al país a los poderes e intereses transnacionales, como
siempre fue la historia de este país.
Iván Castro
Aruzamen
Teólogo y
filósofo
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